Me fascina ‘Funes el memorioso’, de Borges. Me fascina porque capta tan bien la originalidad esencial de lo que podríamos llamar un enfoque pragmático del pensamiento: esa duda de que lo más completo o lo más complejo sea necesariamente lo más adaptativo en términos de facultades mentales; esa duda que tan brillantemente expresó William James, uno de los padres del pragmatismo estadounidense. Por eso en algún momento del curso siempre hago leer ‘Funes el memorioso’ a mis alumnos de psicología social… y ellos se lo pierden si no lo leen.
Pero me fascina también por algo más: porque hay en el fondo del relato de Borges esa amargura y esa pesadumbre respecto al exceso de lucidez. Y habrá quien se pregunte: ¿acaso se puede ser ‘demasiado’ lúcido? ¿No es la lucidez una de esas cosas de las que ‘cuanta más, mejor’? Borges claramente sintió alguna vez que sí, que una conciencia demasiado completa y demasiado ‘perfecta’ de la realidad podía ser una maldición (no sólo él lo piensa, por cierto). Y yo lo leo, y pienso que probablemente Borges hubiera querido ser menos lúcido y más feliz. Y de pronto se me hace más humano el escritor de la erudición perfecta.
Un eco de esta sensación que siempre me provoca su relato se adivina también en este análisis que Rodrigo Quian Quiroga acaba de publicar en Scientific American.